Éramos diez, varones y mujeres. M y yo, con cuatro años, las más chicas.
Me acuerdo que entre todos corrimos al ratón por el jardín hasta que quedó acorralado contra el tronco de un árbol, entonces, G, agarró una piedra del cantero y con el aliento eufórico de todos nosotros apedreó al animal hasta matarlo.
Después, los chicos se fueron para adentro y M y yo nos quedamos ahí, junto al árbol.
Y era un ratoncito muy chico, más que la palma de mi mano. Me acuerdo que lo levanté de la cola y me dio una pena tremenda porque parecía tan inocente e inofensivo, y lo habíamos matado, y yo estaba tan pero tan arrepentida entendiendo por primera vez que la muerte era irremediable.
Y cuando lo sostenía en alto sintiendo toda esa culpa y la certeza de la terrible equivocación, mientras desde la casa llegaban las risas de los otros, M le rozó muy despacio la cabecita y fue la primera en ponerse a llorar.