Yo vivo sola. Mi dormitorio es la última habitación del departamento. Mi cama está en la última esquina. En el último lugar. En donde sería imposible escapar. Allí, atrapada en el último rincón, si alguien me fuese acorralando mi cama sería el resquicio final. Donde no hay salida. Huir, aunque fuese por la ventana, implicaría pasar sobre mi enemigo.

Entonces abro los ojos en mitad de la noche. Noto que me dormí con las luces de la casa prendidas y un movimiento en el pasillo me llama la atención. Una sombra. Entra en el marco de la puerta un niño. Está serio, parado en la entrada a mi habitación. Me mira. Sus ojos son la imagen del mal. Un niño que no es un niño. Un monstruo que empieza a acercarse a mi cama. Mi única salida sería enfrentarlo, pero no es un niño normal. Es sólo la forma. Se acerca despacio pero inexorablemente. Empiezo a levantarme cuando sucede lo más terrible: un sonido a espaldas de la criatura hace que se dé vuelta. Miro su rostro de furia inmutable que mira algo. Algo que se acerca. Algo que está con él. El niño lo espera. Sonríe. Gira la cabeza. Me mira y la sonrisa es una mueca diabólica. Retorna su marcha hacia mí. Intento gritar pero la voz no me sale. Otra sombra entra en escena y no veo más nada.

Me despierto en plena oscuridad. Aliviada enciendo la luz.
Parado junto a mi cama, sonriendo, está el niño.